Los Productos del mar y su cocina

Los productos de mar menorquín son de una indiscutible calidad y, seguramente administrados más sabiamente, no habrían llegado hoy en día a esa preocupante regresión que en algunas especies roza la rarificación, cuando no la desaparición, como pasó con la otrora abundantísima centolla-cabra-cranca (Maia squinado).

Cuesta creerse que en siglo pasado, los pescadorescuando sólo tenían centollas para comer, cerraban las ventanas de sus casas para que los vecinos no detectaran el olor y supieran así de sus penurias, que les obligaba a comer “tan miseras viandas”. Aunque en este caso concreto y por la seriedad y rigor de la presente guía, debemos aclarar que la centolla o cabra no desapareció por una pesca excesiva sino por otras causas al margen de la misma, quizá alguna epidemia, problemas medioambientales nunca aclarados suficientemente. Lo cierto es que en algunos fondos marinos del litoral menorquín se detectaron grandes cantidades de huesa de este delicioso crustáceo, como si se tratarse de un cementerio de centollos. Aquellos avistamientos nos permiten pensar en un problema epidémico, quizá un virus, que dejó reducida la centolla menorquina a la rarificación. No hace tantos años que en el puerto de Ciutadella se podía saborear una centolla-cabra a la brasa, un placer para un honrado gourmand, orgulloso de su oficio. Hoy en día, hincarle el diente a una centolla a la brasa en Menorca es industria insegura, y si se logra, será a costa de un crustáceo foráneo.

Lo que está pasando con la cigarra de mar-cigala (scyllarides latus) sí que puede atribuirse a una incorrecta política pesquera. En pocos años su regresión ha sido alarmante. Sin embargo, se ha llevado una política pesquera más racional y las distintas campañas, temporada tras temporada, hacen concebir ciertas esperanzas de mantener los actuales stocks de capturas.

En cuanto a los peces, su regresión en cantidad y tamaño es innegable. Loas caladeros soportan una presión pesquera inadecuada. La masificación de pescadores foráneos u la alta tecnificación de los mismo en las artes de pesca han empezado a diezmar unas pesquerías que siempre fueron de explotación básicamente familiar: un “llaüt”, el cabeza de familia que solía ser el patrón y algún hijo o pariente, solían y suelen ser trabajadores que de una manera profesional aunque bastante artesana de pescar y que sin el intrusismo foráneo, mantenían un equilibrio bastante aceptable. Antiguamente, como se pescaba con embarcaciones de remo o a vela, costaba mucho llegar a los caladeros a sacar las artes de pesca, por eso no todos les pescadores volvían el mismo día a puerto. Solían pasar el día a bordo, a veces entreteniéndose pescando al volantín para tener con que cebar los anzuelos de sus palangres, y al anochecer calaban de nuevo las artes de pesca, Eso, como es lógico, se hacía para ahorrarse algunos de los fatigosos desplazamientos. La necesidad de permanecer a bordo de sus embarcaciones durante todo el día les obligaba a guisar para poder comer, y solían hacerlo sobre un pequeño fogón. En este punto, a los pescadores les pasaba los mismo que a los payeses, que si aquéllos echaban mano de lo que la tierra daba, éstos hacían lo mismo con lo que sacaban del mar.

No crean ustedes que la actual cocina marinera es como aquella otra que servía para matar las hambres que les traía el barlovento a los trabajadores de la mar. La famosa caldera de langosta que algunos creen tan antigua como el arte mareante del oficio de la mar, no tiene más de cien años de historia, posiblemente alguno menos. La genuina caldera no era de langosta sino de pescado, con el tiempo se descubrió que la langosta conseguía darle unos refinamientos gustativos a la caldera más estimulantes que el pescado. Además, las aguas del mar menorquín de siempre han dado unas langostas particularmente sabrosas, y esas herencias gustativas se transmiten a la caldera que, trabajada por manos expertas, darán una obra de arte culinario.

Salmonetes, mólleras, lenguados, meros, sargos, doradas, lubinas, herreras, mojarras, pez de San Pedro, rapes, morenas, congrios, pez espada, atún, etc. dieron a los pescadores una materia prima insuperable para crear una cocina ictiófaga orgullo de los restaurantes y casas de comida menorquina pero los primeros que cocinaron con esta materia prima fueron los pescadores y, consecuente, la mayoría de recetas marineras tienen su origen en aquella cocina a bordo de las barcas de pesca.

Efectivamente, los pescadores que comían a bordo de aquellas anacrónicas embarcaciones enseñaron en sus hogares las medidas y las especies precisas para una caldera de pescado, o qué peces se prestaban mejor para guisarlos a la brasa. Los pescadores no eran muy aficionados a las salsas, y cuando las usaban, eran casi siempre mínimas, insinuadas, que en ciencia culinaria son las que acentúan, las que potencian aromas y sabores, nunca aquellas salsas fuertes, inadecuadas que camuflan, que desvirtúan, que enmascaran y confunden una materia prima de un sabor superior que es sabia medida a respetar.

El vicio por las salsas, a veces inadecuadas, acaban arruinando lo que sería una cocina honrada, sobre todo con pescados de la costa menorquina, que son de excelente calidad.

Existe un plato ( no nos atrevemos a calificar de receta) muy común entre aquellos amigos que gustan de pasar el día al lado del mar, o que incluso pasan el fin de semana en la costa. Se trata simplemente de pescado frito, pero no piensen que un pescado cualquiera, se trata de pez de roca-peix roquer. El tremendo atractivo de estas fritangas de pescado estriba primero en la variedad de peces: doncellas, tordos, serranos, vacas, esparrallones, etc, y sobre todo en su delicado sabor de cada una de estas especies, sin duda atribuible a una alimentación concreta. Estos peces son en su mayoría carnívoros, se alimentan de gambucias, cangrejitos, larvas diminutas de crustáceos y alevines de peces, etc. Algunos mordisquean alguna alga entre las grandes praderas de posidonias, pero básicamente depredan proteínas cárnicas, y ese alimento les transmite elegantes y sensoriales sabores. Una fritanga de “peix de roca” a la orilla del mar y unos vasitos de ginebra menorquina fría, son, se lo podemos asegurar, un lujo, momentos inolvidables para quien tuvo alguna vez la fortuna de estos regalos para el paladar.

Una receta marinera netamente menorquina es la de “calamares as forn amb monyaco”. Una vez limpios los calamares, se pican la cabeza, las patas y las alas y se fríen –reservar-. En la misma sartén y con la misma se hace un sofrito de cebolla y ajo cortado muy finamente (no debe llevar tomate), el sofrito se espesará con un migajón de pan o con pan rallado. Los despojos del calamar, el sofrito y el panse amalgaman con un huevo batido y con la masa resultante que debe de ser homogénea y espesa, se rellenan los calamares (algunas personas acostumbran ponerle un puñadito de carne picada, y a veces, trozos de salchichas). Aparte pelaremos los boniatos, los cortaremos en rebanadas y los colocaremos en la fuente de hornear. Encima se distribuyen los calamares con u poco de agua i manteca de cerdo y pasan a hornearse corregidos de sal. En otra variante de esta receta más moderna, en vez de agua se pe pondrá un vaso de leche y un poquito de aceite. Pero la receta antigua ya hemos visto que no lleva ni leche ni aceite sino agua y manteca de cerdo.

Es curioso observar cómo, tanto en la cocina de la huerta como en la cocina marinera, antiguamente se usaba la manteca de cerdo, más tarde en muchos “llocs” de Menorca producían su propio aceite, y aun más cercano a nuestro tiempo, con las dominaciones inglesas, la cocina menorquina conoció la manteca de vaca, de la que todavía le quedan puntuales testimonios culinarios.

Textos: José M. Pons Muñoz

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